Don Chente

I. MIS RAÍCES Y LA VISIÓN DE MI PADRE Inocente Velásquez nació el 28 de diciembre de 1909. Su padre, Casimiro Velásquez, originario de El Sauce, La Unión, llegó al caserío La Esperanza, de Uluazapa, a fines de los años 1800. Don Chente, como fue conocido mi papá, vivió en un El Salvador muy diferente al actual. Su vida de 93 años fue extraordinaria, rica en eventos y circunstancias en un país donde los cambios se mantuvieron al mínimo a través de los siglos, hasta hace algunos años. Al relatar su historia, mi intención es escribir sobre ese El Salvador que está llegando a su final, tal como la era de las moliendas, las romerías de San Antonio y las flores de mayo, costumbres que tocan a su fin debido a la influencia del exterior y al intercambio cultural que está ocurriendo. Los cambios que el país ha vivido en los últimos veinte años superan los vividos por don Chente a lo largo de su vida. La historia de El Salvador es también similar a la de los llamados “países en desarrollo”, y que igualmente están expuestos a la tentación de culturas más avanzadas o establecidas. Es curioso que a medida que los cambios tecnológicos en nuestro país son adoptados con gran facilidad, crece en la población el rechazo a todo lo tradicional o autóctono, hasta el punto que me atrevo a pensar que dentro de dos décadas no quedará mucho de lo que fuimos culturalmente hace tan poco tiempo, ante la fiebre de innovación que vivimos hoy en día. A un joven salvadoreño en el año dos mil, le es imposible pensar en lo que fue la vida para su abuelo, así como tampoco quiere saber con detalles la vida de sus padres. Esto, en mi opinión, explica un poco el porqué los salvadoreños no mostramos mucho interés por conservar algo del pasado que en cierta forma es el presente. La historia de Don Chente es una historia real, inspirada en la vida de un salvadoreño quien con su sencillez y buen carácter encierra mucho de lo que es ser salvadoreño. En el transcurso de esta historia, aprenderemos que su vida parece resembrar esa de nuestros ancestros, porque paralelo a ella, es también la historia de su gente y de su país. En este relato intento recabar y recrear, de la mejor manera, rasgos culturales que han caído en desuso y están al borde del olvido en El Salvador. Don Chente solía decir: “Las generaciones de hoy se morirían de hambre si regresáramos a lo que fue la vida a principios de siglo”. Se refería a la manera en que se vivía en el campo cuando todavía había reminiscencias de las costumbres antiguas, por ejemplo, la gente prefería hacer sus transacciones económicas con base en intercambio de productos, en vez de usar dinero. Contaba papá que esos eran tiempos cuando se trabajaba de sol a sol por dos reales, unos 0.25 centavos de colón. Era común que los hombres trabajaran solo por la alimentación que consistía en tortillas y frijoles, ya que el dinero aún no era muy común. En ese tiempo se acostumbraba darle de comer a los peones, que bien podían ser varias cuadrillas en temporada de cosecha o siembra, las mujeres de la casa se encargaban de su manutención, entre más féminas hubiese en la familia mejor era porque los mozos se mantenían y más tierra se cultivaba. Por lo tanto, más cosecha. Una familia grande es una familia próspera, esta era la mentalidad del campesino salvadoreño. Existe un evento poco conocido a nivel nacional, que sucedió cuando mi padre tenía unos cinco años de edad, pero que sin lugar a dudas tuvo mucha influencia en su formación como adulto, y marcó su visión del mundo. Ese hecho fue la llamada “hambruna del siglo”, provocada por la sequía de 1913 a 1915 y la plaga del chapulín en 1914. Este suceso catastrófico no se encuentra registrado en nuestra historia como país. A parte del relato de mi padre, solo encuentro referencia a él en un pasaje de dos líneas en el diario personal de don Gumercindo Gómez, quien sirvió como secretario vitalicio en el pueblo de Uluazapa, departamento de San Miguel, por casi sesenta años, y quien nació el 11 de marzo de 1893. Falleció el 1 de julio de 1971. Cuenta mi padre que cuando él empezó a tener uso de razón, recuerda haber visto las turbas de gente hambrienta por las calles, que solo eran veredas, pidiendo un bocado, la gente se moría de hambre en los caminos. Según mi padre, esa tragedia tuvo repercusiones muy grandes por muchos años por venir. La plaga de chapulín azotó dos veces en 1914. La nube negra, como le llamaban, hizo otra aparición en el mes de septiembre, en medio de dos años de sequía, provocando así una catástrofe en el campo. Mi padre recuerda familias enteras acampar en la entrada del corral frente a la casa, ya que habían escuchado decir que don Casimiro, su papá, tenía maíz. En la cocina hacían las tortillas en un mantel sobre una mesa para no hacer ruido al palmear, pues la turba de gente era constante. Mamá Bruna salía de la casa y les regalaba tortillas y pocos de maíz para que sembraran, pero que terminaban echando a la olla para comer. Para 1915, la crisis había cobrado la vida de mucha gente en la zona. Esa fue la crisis del siglo.