Era un hombre de integridad Don Saturnino.
De moral estricta aunque no tan exagerada como para privarlo de visitar las casas de putas en el pueblo, por lo menos una vez por semana, a lo discreto la mayoría de las veces, hasta que en oca- siones, el buen vino chileno y una buena echada de polvo, lo ponían elocuente.
Alma Luz era un nombre musical y fluía como el viento.
Sus abuelos, Don Saturnino y Amalia, anunciaron visita a la capital de Santiago después de años de silencio e ignorar la existencia de la nieta.
Elisa, madre a los 16 años, imaginó que a sus padres ya se les había pasado la rabia con ella. Esperó con alegría y reticencia, la venida de sus progenitores.
Vestidos en seda y tweed, con finas botas de cuero que les distinguían, descendieron del auto, dieron dos golpes secos a la puerta. Elisa abrió.
Chile es un país de terremotos.
Las personas al sentir que viene uno, ni se molestan en pararse. Se quedan aguzando los oídos para ver si el movimiento aumenta. Si el ruido pasa de un roncón de gato a roncón de león, salen tranquilamente, evitando objetos desbaratados, sin grandes aspavientos.
Fue en uno de esos días que todo comenzó a venirse al suelo. La niña escuchó un relám-pago ensordecedor. En segundos, la cama y el velador giraron violentamente, el piso se hundió, los afiches de artistas de cine colgados en la muralla se desmoraron sobre ella. Estaba atrapada.
Desde al día que Hugo la acompañó a tomar el bus, una corriente de deseo los había envuelto. Iban al cine, al cerro San Cristóbal en las tardes tibias de verano, y su pasión crecía febrilmente.Un volcán abierto, ondas magnéticas que hervían por realizarse.
Pero a Alma Luz no la convencían los ruegos de entrega. Además, no sabían dónde lo harían. En las películas norteamericanas de la matinée, envidiaban a los gringos de poseer coches con amplios asientos traseros para hacer el amor cómodamente, pero en un bus destartalado, con testigos presentes, no daba lugar a nada.
Punta Arenas tenía una belleza salvaje natural.
Ubicada al final del largo territorio chileno tocando los vestinqueros antárticos, ofrecía paisajes indescriptibles de nieves intensas, vientos enloquecidos, focas y pingüinos confortables en un paraíso eterno de elementos climáticos perfectos para ellos, esenciales para su subsistencia glacial. Y el primer hogar de los jóvenes desposados.
Rutinariamente, Alma Luz pasaba a la oficina de matrículas, tomaba sus listas de clases y charlaba con las secretarias. Hoy, su vista se detuvo en un aviso recién llegado.
Se llamaba a concurso a candidatos que calificaran para una beca Fulbright a los Estados Unidos.
Buscó en la comunicación si se requería ser soltera para aplicar, pero no decía nada.
Esa noche no pudo dormir. Soñaba que estaba en lugares insólitos, desconocidos, extraño era el alborozo que la poseía. Carteles de neón en idiomas extranjeros, gente risueña.
Ella caminaba por las calles, deslumbrada y transparente en nubes imaginarias. Casi podía tocar paredes, cruzar avenidas, respirar un aire de olores, mezcla de pasto y perfume que le envolvía los sentidos.
El plantel educacional en la Universidad de Texas era enorme. De verdad que todo era gigante: el estado mismo, las casas, los bistés, las hormigas y las cucarachas.
Invitaron a los maestros internacionales a ver el partido de fútbol más importante de la temporada: Texas contra Oregón.
Alma Luz, hincha del fútbol en su país, quería cerciorarse de la calidad de los futbolistas norteamericanos. La cancha, más pequeña que el Estadio Nacional en Santiago, mostraba carte- les, -Go, Texas, Go! Ella no comprendió que querían decir con esto. Más familiarizada estaba con la frase "Yanqui Go Home" escrito en algunas paredes en Santiago.
Y los jugadores, ¡como vestían de diferentes! Llevaban unos cascos de bomberos y sen-dos cojines en el traste. Parecían astronautas. ¿Cómo se las arreglarían para cabecear y patear una pelota tan chiquita?
De nueva ciudadana en el país de los apuros, los EstadosUnidos, la preocupación de resolver problemas diarios la lanzaba en un torbellino de novedades y angustia: manejar un coche la aterraba, los autos zumbaban por izquierda y derecha tocándole bocinas airadas. Sudaba.
Se demoraba horas en el supermercado traduciendo etiquetas en cientos de particiones y atrasada siempre en preparar la cena.
Los vendedores notaron su tormento porque le decían a menudo-¡qué tenga un buen día!
Cinco años más tarde, la esperanza de tener interludios románticos con su esposo norteamericano había caducado. No esperaba nada. El deseo reprimido pasó a dormido.
A pesar del hecho, no desperdició pensamientos en búsquedas futiles o explicaciones si-colólogicas profundas. Insistía en que su vida era perfecta, no la sometía a preguntas incómodas. Sin embargo, bien escondía su vida íntima.
Dos cartas llegaron en el mismo día.
Una venía escrita por un amigo colega que la informaba de la crítica situación política en Chile,
caos, huelgas, luchas partidistas, libertades amenazadas, muerte. Lloró en silencio.
La otra, dirigida a su primer nombre de casada y título, "Traductora, Naciones Unidas," puesto temporal que ella tuvo en Santiago por dos años. La leyó. En seguida, puso ambas cartas en el canasto de papeles en su dormitorio. ¡Bueno, ya tenía su vida en su lugar!
Era insólito que ambas comunicaciones llegaran juntas, en completa contradicción moral y ética.
Alma Luz despertó en la oscuridad de medianoche hasta que el amanecer le abrió los ojos
El sol reemplazó a la luna. Sombra y claridad compitieron por prevalecer.
Rescató las cartas del basurero. Las volvió a leer comenzando a sentirse nerviosa.
¡Cuán bien conocía el viento que soplaba en sus entrañas! Tembló.
Soy mi propio demonio?¿Son mis antepasados españoles, conquistadores de mundos, los culpables de poner en mis genes ese impulso, ese deseo de coger sueños imposibls?¿Arriesgar la seguridad por desafíos desconocidos?¿Y perderlo todo?¿Por qué? ¿Para qué?
Recordó a su abuelito, Don Saturnino, que pretendiendo ser gitano sevillano, cogió su manita y adivinado.-Niña, tendr&aacut