México, diciembre de 1949
El día que Inocencia llegó a este mundo, se desbordaron los cauces de los ríos, se inundaron las plantaciones, y los torrentes de agua que por horas cayeron sin cesar, arrasaron con todo a su paso, causando innumerables daños a la hacienda de don Rodrigo.
En medio de ese diluvio, los gritos desgarradores de una mujer a punto de dar a luz, escapaban de una casucha abandonada en el rincón de una enorme hacienda, al sudoeste de la Ciudad de México. El eco de sus gritos se confundían con la explosión que producían los rayos y los relámpagos.
La casa reflejaba la pobreza de sus moradores. En un cuarto obscuro iluminado por lámparas de petróleo, entre sábanas viejas y amarillentas, lastimosamente se revolcaba y gemía de dolor una joven indígena.
Habían pasado ya varias horas que Esperanza, enloquecida por los dolores de parto, agarraba pedazos de sábanas y con desesperación se los metía en la boca y los mordía, tratando así de aminorar un poco las punzadas agudas que sentía le corrían por las caderas, las nalgas, la vagina. Imaginaba que la tomaban de las piernas con tal fuerza que iban a terminar despedazándola. Jamás hubiera imaginado que su lecho y el acto sublime de hacer el amor, fueran a convertirse en su propia agonía.
Al pie de la cama, paralizado de terror se encontraba Eusebio, el padre de la criatura que estaba por nacer. Entre él y Benigna, una vieja partera de manos fuertes, pechos y caderas abundantes, intentaban, sin éxito, mantenerla tranquila. Fue imposible: Esperanza, una mujer sana, y siempre en completo control de sus acciones, en esa ocasión, estaba completamente fuera de quicio. Así, poco a poco, entre jadeo y jadeo, cubierta en un baño de sudor y ante la admiración de la vieja partera y Eusebio, la mujer lanzó un último grito de dolor, el cual estremeció las viejas paredes de la choza, al tiempo que caía un relámpago que alumbraba toda la casa. En ese instante, apareció la parte superior de la cabeza de la criatura, seguida por el resto del cuerpecito--cubierto por una capa rojiza, babosa y caliente--arrojado violentamente hacia afuera del vientre de la indígena: era una niña.
La diestra partera la tomó en los brazos, y la colocó en el regazo de Esperanza. En un santiamén, los gritos de dolor se convirtieron en un llanto copioso de oraciones y alegría. Eusebio las abrazó a las dos. Besó en la boca a su esposa y tocó la cabecita de la niña: "Ijole, tan chiquitita, Negra, y bien que te hizo echar de gritos y buen susto que me metió. Mírala, es una muñequita de chocolate."
Afuera, se disipaba la tormenta y cedía dando paso a una bellísima y reluciente salida del sol. Desde el cuarto obscuro se podían observar los primeros rayos dando la bienvenida al primero y más importante día de la recién nacida.
Minutos después, la partera tomó unas tijeras desinfectadas con alcohol y de un tajo cortó el cordón umbilical. En seguida, tomó a la criatura y la sumergió en una tinica de agua tibia. La bañó y la envolvió en una manta usada pero limpia y la colocó en los brazos ansiosos de Esperanza. El llanto de la niña llenaba hasta el último rincón de la pobre casa con incontenible alegría. La madre, como por instinto, sacó el pecho rebosante de leche y con dulzura penetró el pezón lleno del preciado líquido de sustento en la boquita de la pequeña, quien se prendió y comenzó a chuparle el pecho casi sin respiración. La joven indígena sintió un leve dolor que pronto se convirtió en una gran satisfacción.
Mientras la amamantaba, Esperanza la estudiaba de pies a cabeza. Uno a uno le contaba los deditos de las manos y de los pies, se los llevaba a la boca y los besaba, riendo y llorando de alegría a la vez. Tocaba el cuerpecito y lo sentía suave y tibio. Era una niña completa y normal. La madre dio gracias al cielo y sintiendo los leves jalones de leche que la hija casi con desesperación extraía de su pecho, se esforzaba por mantener los ojos abiertos. Luchando contra el cansancio, volvió la cara preguntándole a Eusebio:
-----Negro, ¿a qué estamos?
-----No sé. Ayer, cuando empezátes con los dolores, era lunes. Yo creo questámos a martes. Poráy oí decir que era el día de los Inocentes.
-----MMM, pos si es verdá, a la Negrita le pondremos......... Inocencia. ¿Te suena bien?
-----¿Inocencia? Nuestá mal.
-----Bueno, yastá ---y diciendo eso, se quedó profundamente dormida. Una vez que la niña dejó de mamar, Eusebio la tomó estrechándola contra su pecho con infinita ternura. Lloró en silencio. "Milagro --decía--verdá de Dios quésta niña es un milagro."
Mientras dormía, Benigna le daba un baño de toalla al cuerpo exhausto de Esperanza que yacía inerte, completamente ajena a lo que sucedía a su alrededor.
Una vez terminada su faena, la partera salió de la choza, y al volver los ojos al cielo, vio el firmamento coronado de matices resplandecientes. En tono solemne le dijo a Eusebio: "Este arco iris es un presagio. Algo trascendental sucederá durante la vida de tu niña. Cuídala bien y quiérela mucho porque tu mujer no tendrá más hijos. Se le ha enfriado la matriz." --El indígena se estremeció-- se le quedó viendo a Benigna sin saber qué decir. La vieja respiró hondamente el aire fresco del amanecer, y a paso lento se fue perdiendo en la lejanía por el estrecho camino de tierra hecho lodazal, que la llevaría fuera de la hacienda, rumbo a su casa.