La Beca

EL PRIMER DIA                    SEPTIEMBRE

       Amanece y es primero de septiembre. No hay nada como amanecer en el campo. Una mañana meramente modificada por arados y tractores, por el paso bruto de los tanques y los camiones de dieciocho ruedas y por los escuálidos soldaditos del servicio militar.

        El campo puro, con su propio sol madrugador de tenues amarillos y naranjas, con su neblina, su trino y sus olores a café y pan recién tostado. Es el sur de Cuba  y parecería mentira, por lo tupido que pueden ser los matorrales, por las aves y los frondosos árboles que se nutren de la invisible agua cristalina del manto freático, por lo primitivo de sus hombres y  por lo recio de su cultura, que estamos ahí, a unos escasos treinta kilómetros de angostas carreteras, que comunican cada pueblito con la señora capital colonial del Caribe, San Cristóbal de La Habana.

          El rocío probablemente ya resbala en enormes goterones desde las hojas de plátano refrescando cuanta vida suele haber entre la hierba de Caimito. Ya los guajiros se han reunido con sus conversaciones interminables al fondo del área de formación, han comenzado a enrollar sus primeros tabacos y a chupar las espesas cargas de un humo saturado de nicotina y café fuerte.

         Son las postrimerías de un verano más en una isla del Golfo de México, que dicen los viejos cuenteros sobrevivió la hundida de la Atlántida, los huracanes que vienen de África, el salitre del Mar Caribe mezclado con los vientos alíseos, Francis Draque, Morgan, Diego Velázquez, Batista y ahora “el barba”, como le decíamos en clave y sin violar la figura penal que castiga en Cuba utilizar en forma irrespetuosa, el nombre del Comandante en Jefe y líder absolutísimo de la Primera Revolución Socialista de América (con mayúscula todo).

Siete y diez de la mañana y el sol ya deja sentir su tenue abrazo en la plazoleta que nos reúne. La mitad del alumnado en ropa de trabajo: pantalones de mezclilla criolla, camisas de tejidos gruesos y costuras reforzadas en la textilera de Ariguanabo, pañuelos en la cabeza y en el cuello y botas plastiquísimas de un sinnúmero de colores, pero todas con el invariable diseño de bombero hasta mitad de pierna tragándose los entallados pantalones de abultaditas adolescentes o las delgadas piernas olvidadas a la hora de los ejercicios de mis nuevos y muy preciados amigos, los fuertes. Casi toda la indumentaria entregada en la tarde de ayer, dijeron que gratis, atrás en el almacén de mi nueva escuela y que me tiene que durar todo el año si no me la roban o se rompe con el uso y las lavadas de cada semana.

         Es bello sin duda y la humedad hace sentir un tanto de frío si se compara con el clima de la Habana a esta hora del año. Hay expectativas sobre el nuevo curso, las nuevas muchachas, los nuevos maestros y los nuevos compañeros del dormitorio al que llamamos albergue en lugar de casa. Se escucha un susurro infernal y contagioso, carcajadas pujadas, presentaciones formales con besos en las mejillas, miradas lascivas y pasados de manos de no vernos hace tanto tiempo: dos meses. Alejados por interminables horas de playa, carnavales, visitas a familiares queridos y pueblos lejanos, alguna que otra escapada a un club nocturno y por encima de todo, de sábados de bailes y agua fría que hicieron bautizar este verano como el de las “fiestas de camello” pues no hizo falta comida, pero si unas cuantas canciones mal grabadas para hacernos bailar (volar debería escribir) toda la noche en cualquier patio ajeno.