Rarámuri: Libertad en Ocaso

       Capítulo I – LA TIERRA

a) – Un descubrimiento Inesperado

Interminable, bordeando aterradores precipicios, serpenteando entre fragantes bosques de pino y encino, la estrecha vereda asciende por una cuesta cada vez más escarpada, como si tuviera prisa por llegar al cielo. La brillante luz del sol hiende el aire cristalino y estalla en mil destellos sobre las lustrosas copas de los árboles, donde las aves cantan arropando su metálico trinar con el frescor de la mañana. Delante de mí va Marcos, mi pequeño guía tarahumara; camina rápido, jugueteando a saltar de piedra en piedra, con mi mochila rebotando sin cesar sobre su espalda, ha insistido en cargarla. En ocasiones nos desviamos por secretos atajos que remontan pendientes escalofriantes, “pa’ llegar más pronto”. Ha tomado con gran seriedad el encargo de su padre: “lleva al doctor a la mesa.  Llegas a casa de Matías, parece que ‘taba enfermo. ¡Cuídalo mucho!” Marcos tiene sólo diez años.

       Normalmente es Cenobio, el padre del niño, quien me guía por las barrancas. Desde la primera vez que nos encontramos, al enterarse que andaba por la sierra buscando enfermos, se ofreció a llevarme a las casas vecinas, desperdigadas en la inclinada ladera. Dos días abandonó sus cultivos a pesar de estar en la época más crítica de la siembra. En aquella ocasión, cuando arribé a su casa exhausto y desorientado, aún sin conocerme me recibió con gran amabilidad dándome alojo y alimento, tratándome con una sencillez y sinceridad que me dejaron desconcertado. Entonces conocí una de las tradiciones más importantes del tarahumara: el Kórima; que no es el dar una limosna, como malamente se interpreta en nuestra sociedad, sino la solidaridad con un semejante en apuros para ayudarlo a resolver algún problema.

       Esta vez Cenobio no pudo acompañarme; ha tenido que llevar de urgencia a su madre hasta el pueblo más cercano, a más de cuatro horas de camino,  para hospitalizarla. Ayudado por unos vecinos, la han transportado en una improvisada camilla de ramas y colchas. Tan pronto llegué, Cenobio me pidió, alarmado, que la revisara; “ ‘ta muy mala”. La encontré postrada en el piso de su humilde choza, con el corazón desbocado y los pulmones inundados por una grave neumonía. Tenía una semana enferma pero se había negado a ser atendida. Todavía el día anterior hizo su acostumbrado recorrido de unos ocho kilómetros hasta un arroyo, para traer pesadas cargas de barro y hacer vasijas que Cenobio le ayuda a vender, para sostenerse. Tiene más de sesenta años y no habla español; su hijo me tradujo sus palabras: “dice que no alcanza resuello, que el hoguío no la deja caminar”. Después que la inyecté la metieron en la camilla y bajaron veloces, internándose en la espesura del monte.

       Un jet cruza el azul del cielo dejando una blanca estela que se pierde en la lejanía; al mirarlo, Marcos exclama apuntándolo: ¡mira, un “chorro”! Me pregunta si los he visto de cerca, cómo son, que tamaño tienen. Ante mis respuestas sólo abre grande los ojos con indiferencia y continúa caminando. No logro imaginar la idea que he dejado en su mente; un avión es algo intrascendente en su mundo. Luego pregunta si me gusta la miel, y me cuenta emocionado cuando, junto con unos amigos, tiraron a pedradas un panal “gigante” que colgaba bajo un risco a la orilla del abismo; perseguidos por el enjambre, tuvieron que salir corriendo a sumergirse en un arroyo cercano, donde permanecieron mucho tiempo porque las abejas “no se querían ir”. Dice que algunos de ellos duraron varios días todos hinchados; que la miel estaba muy buena.

       La mesa es un lugar maravilloso. Situada en la parte superior de un imponente barranco, se incrusta como un descomunal escalón en una enorme pared de granito que circunda a una alta meseta; su otro extremo da al vacío. Desde el borde del despeñadero se logra ver, en las profundidades, el sinuoso cauce de un río que, en su arduo camino hacia el mar, se desliza furtivamente entre rocas y cañadas, semejando un fino hilo de plata oculto tras la tenue niebla que asciende de las honduras, tornando azul, a la distancia, el intenso verdor de la vegetación. Hay pocas casas en la mesa. La más lejana es la de Matías, construida al pie del muro de roca, al lado de una escabrosa vereda que sube a la meseta por el único paso franqueable. Se ha alegrado con nuestra llegada; padece una seria bronquitis que le impide trabajar. No ha bajado al pueblo a curarse pues teme no poder volver a subir “por la falta de aigre”, y no tiene con quien quedarse allá abajo. En otra casa, una joven mujer h