Un nuevo récord estaba impuesto, se había despertado 30 veces y no pudo dormir durante toda la noche. No, no se podía equivocar, las había contado.
Sus largos brazos estaban quemados por el sol, y ahora su roja piel se estaba desprendiendo.
Malditas quemaduras.
Todo tipo de movimiento le causaba dolor. Dolor que le quemaba por dentro pero que a la vez le resultaba deliciosamente agradable. La combinación entre ambas sensaciones le producía cierto placer. Si una molestia tan minúscula podía estremecer todo su cuerpo, la muerte sería mucho peor. Anhelaba tener el poder de otorgar la sentencia final y ver cómo los ojos se extinguen y el alma se pierde en un suspiro en medio de la agonía que ruega por piedad. Dentro de su filosofía, no era un pensamiento sádico. Era karma.
Lentamente estiró su brazo izquierdo y logró alcanzar un pequeño reloj que tenía en un mueble pequeño, al lado de la cama, eran las 3:40 de la mañana y ni un solo rayo de luz asomaba por su ventana. El crepúsculo matutino tardaría demasiado en iluminar con pomposa presencia. Y aún en medio de toda esa belleza, no hubiese podido dejar de pensar en los recuerdos que desfilaban en su mente como el viento en la arena. Y esas memorias no eran imágenes.
Era el agobiante sonido de una sola una palabra que rebosaba en su mente y hacía eco cual objeto punzante rechina sobre el metal. No tenía tranquilidad, esa imagen disonante gritaba más y más fuerte.
Venganza.
Y aunque muchos juzgarían que su mente era abrumada por otro tipo de cosas conforme a su edad, nadie podía predecir que su corazón era un enorme almacén conformado por la ira y el odio de hacía años, que la paciencia y el perfecto diseño de su plan de represalia estaba planeado al mínimo detalle.
Pero no se realizaría hoy, pronto quizás, porque hasta la muerte debe tomar su tiempo. Las cosas hechas con prisa a menudo se esfuman tal y cual llegaron. Sin embargo, la emoción que embargaba sus venas impedía que durmiese. El hecho de tener en sus manos un instrumento con la cual podía decidir la vida o muerte de una persona, llenaba su orgullo de poder y gloria. Haciéndole creer que era una especie de justiciera, que había llegado a poner orden el caos en que vivía.
***
El inspector Cooper ingresó a la oficina del director de la UIC y con una sonrisa torcida saludó a su colega, el inspector Chang y al director.
Estaba emocionado y lleno de confianza, amaba ser el centro de atención, y la mejor oportunidad era la conferencia de prensa. El ascenso hacia un rango mejor le aseguraba prestigio y buena reputación, buena reputación era sinónimo de una posible candidatura al congreso y en conjunto, todo eso hacía dinero. Mucho, mucho dinero.
Al mirar al inspector Chang, lo hizo con todo el desprecio que pudo, lo odiaba desde mucho antes y no soportaba verlo. Pero saludó cortésmente al inspector Andersen.
Dialogaron durante algunos minutos. Al culminar la reunión, se percató que había olvidado su insignia. Por lo que se despidió con toda la prisa que se permitió. Nunca salía a la calle sin su preciada insignia. Era un símbolo de prestigio, de honor y dignidad, hacía que se distinga de las demás personas. Estaba consciente de que era una vanidad infantil, no obstante, disfrutaba complacerse con esos pequeños detalles.
Salió del edificio y tomó un taxi hacia su casa. Le tomaría algunos minutos ir y estar de vuelta. Sin saber que aquel sería su último viaje antes de morir.